Postrado, solo en una cama de Hospital con un peculiar olor a alcanforina en toda la habitación donde esta un señor de edad avanzada. Sus arrugas vejadas y marcadas por los años que vivió y sobrellevó a su infame viaje de desamores, pequeños triunfos, fracasos, adicciones bastardas y de una miseria absoluta. Sus manos artríticas y delgadas casi al borde de volverse huesos, la piel reseca como si dejaran una naranja a la intemperie de alguna luz cegadora como los rayos del Sol que se ven en una mañana de Domingo en Verano. Su cuerpo ya sufría estragos inminentes de la Edad y de su vacía Vida, Decadente y sin Esperanza alguna. Unas voces de textura fría y de origen femenino se podían escuchar detrás de la puerta del paciente (que por la expresión que cambio a un semblante triste y decadente). En ese mismo instante entra una de ellas, con su traje blanco reluciente, sus bolsillos llenos de jeringas para la agonía, gasas para retener el dolor, curitas para el corazón desarmado de una